La Tarde


 ¡Cuán bella y melancólica la tarde!

Vasta hoguera de luz, el ocaso arde;

y el sol, aunque a la muerte se avecina,

del iris los colores,

como lluvia de flores,

derrama sobre el valle y la colina.

Tras el tenue cendal de la penumbra,

el crepúsculo alumbra,

triste cual sí velara la partida

del astro agonizante; desolado

gime el viento en el prado,

el agua llora del peñón vertida.

La voz de la campana

-clamor augusto, súplica lejana-

se extiende por las pampas; aletea

bajo el alar la tímida avecilla;

devoto el campesino se arrodilla

al Angelus del templo de la aldea.

El toque de oraciones

llega a los corazones

cual gemido de allá, del otro mundo,

y queda todo en plácido sosiego;

sólo el silencio, luego,

es cántico solemne, himno profundo.

La estrella de la tarde solitaria

asoma en el cenit, y la plegaria

brota del alma y en los labios suena:

-Cuando despierta y cuando muere el día,

¡salve, Virgen María!-

se oye doquier, en música serena.

En el cañaveral el viento gime;

es ya la noche... En majestad sublime,

con tu misterio y soledad asombras,

solemne y triste, y al Señor levantas,

con notas sacrosantas,
Naturaleza, el himno de las sombras ...

Después, la luna nueva

lentamente se eleva,

antorcha de la aldea y las cabañas;

y tenue resplandor, cual gasa leve

se extiende en el paisaje, y como nieve,

amortaja la vega y las montañas.

¡Tardes del tiempo aquel, anocheceres

que ya no volverán, como los seres

que duermen en el fondo de la tumba!
Sólo quedan dolor de la memoria,

leve sombra de dicha transitoria,

el eco de una voz que no retumba ...

Enfrente a la heredad, sobre la cumbre

del monte, se esparcía intensa lumbre,

y asomaba una estrella: esa era mía;

¡pues, en ella, vestida de pastora,
verte, al primer destello de la aurora,

soñé, Virgen María!

La indiana melancólica bocina,

en la estancia vecina

gemía de unos pobres; vigilaba

el perro fiel ladrando en el otero,

y el corcel altanero

en la granja piafaba.

Arrobábanme en lánguido embeleso

la cadencia del rezo

por infantiles labios repetida

y brotada de amantes corazones

y, en cándidas visiones,

de ángeles el descenso y la partida ...

¡Amor de los amores, torna y vierte

en la sombra de muerte

el raudal de tu luz! Mas ¡ay! la onda,

no la alta cumbre a repasar alcanza. . .

¡Adiós, dulce esperanza!

¡Ya no hay un eco que a mi voz responda!


Remigio Crespo Toral

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